21.4.10

1 mes

Minutos lentos, minutos lentos, minutos lentos.

Ahora, consciente de cada segundo, estudiada su longitud y medida cada milésima, es imposible pasar por alto los espasmos de la aguja.

Conozco cuánto tardo en pestañear tres veces. Cuánto tardo en inventar un rodete y calzarme las zapatillas. Cuánto me toma subir hasta el techo por mi cascada azul.

Pero más importante, puedo recitar de memoria los horarios de los trenes.

Te amo, Jaguar.

La búsqueda del Tortugo - Afiambrada II

No veo a mi tortugo desde la tormenta del domingo.

Si, si. Estuve ocupada, y bien que pensé en el. Pero mi descuido no tiene perdón.

Así que esta tarde (gracias a un desesperado “Y TU TORTUGO??!?”) salí a buscarlo por entre mi jardín. Cabe comentar que me mudé, y este patio es ridículamente grande. Llevo 20 días en esta casa y solo lo vi cuatro veces desde entonces.

Caminé descalza, sintiendo los aguijonazos del rocío helado en las plantas de los pies, y dando saltitos para no congelarme. Revolví bajo la parrilla, entre las plantas, detrás de las enredaderas… hasta que asumí que no podía seguir buscando tan ciegamente (acababa de anochecer) y me dispuse a rastrear cada interruptor que hubiese en mi patio.

Actualmente, hay once teclas de luz. Ocho en funcionamiento.

Obviamente, yo las traté de prender todas (tarea para la cual, tuve que rondar por TODO el perímetro). No llegué a la séptima, en realidad. Saltó el disyuntor.

¡Qué felicidad! Yo congelándome, ahora toda la casa a oscuras, el tortugo invisible y mi familia gritando “QUÉ CARAJO TOCASTE?!”. Sumado a mi mal humor de la tardecita y al súbito ataque de inteligencia que me iluminó, advirtiéndome que acababa de perder todo lo escrito recientemente en Word acerca de Perón y la concha de la lora.

Sublime.

Tuve que volver a recorrer el perímetro a tientas e ir apagando una por una las luces, para que pudieran restablecer la energía en la casa sin que volviera a saltar.

Una vez completada la misión, y con la perra oliéndome los talones, impidiéndome moverme con tranquilidad (“¡Salí de acá, pelotuda!”, “Perra del orto”, “Pero... ¿sos idiota? Movete Uvaaaa!!”) busqué una linterna -de juguete- y proseguí con el rastreo.

Caronte brillaba por su ausencia, y yo me iba poniendo más y más nerviosa. Y qué si el granizo le había quebrado una pata? O roto el caparazón? O abierto la cabeza? Y si se había ahogado? Si le había caído algo encima y estaba trabado? Si la perra hija de puta lo había volteado?

No lo encontré en el fondo. Tampoco adelante ni en el pasillo. Menos adentro del galpón. A punto de darme por vencida y optar por seguir mañana, se me ocurrió fijarme al borde del camino de piedra, donde suele enterrarse para descansar (es época de hibernación).

De modo que caminé a lo largo, apuntando con el mísero hilito de luz y llamándolo con delicadeza. Aguzando el oído para percibir cualquier signo de vida.

Nada.

Pero onda… NADA. Vacío total. Ausencia de Quelonio.

Quizás se había vuelto al Tártaro.

Al borde de las lágrimas, Uva comenzó a rascar algo a unos metros de mi, bajo un helecho., por donde ya había pasado recién. Me acerqué y la corrí. Levanté las hojas, y ahí en la oscuridad, semi-enterrado en la tierra húmeda estaba Caronte.

Me apuré a rescatarlo de aquel pozo embarrado y lo levanté. Nuevamente, no se movía. Esta vez, estaba enteramente dentro de su caparazón. Temí por su vida, otra vez, y lo apunté con la linterna.

Me encontré con sus dos ojos rebosantes de indignación mirándome desde el interior de su coraza, estiró sus patitas, y se puso a patalear, todavía con la modorra de haber sido interrumpido su sueño estacional.

Me puteó en un par de idiomas mientras le costaba mantener los ojos abiertos (ora causa del sueño, ora causa de la luz en la cara) y se debatió débilmente entre mis manos y el hocico curioso de la perra.

Colmada de amor y culpa, lo dejé donde estaba, lo enterré nuevamente y lo tapé con las mismas hojitas. Di media vuelta y regresé con Uva, las dos triunfantes y congeladísimas, a comer algo de torta recién salida del horno.

Me encanta jugar a la búsqueda del tesoro con Caronte.

Es tan hábil mi tortugo histrión, que consigue hacer partícipes a todas mis emociones mientras dura cada episodio.

12.4.10

No me gusta cuando no puedo dormir bien. Cuando sueño con cucarachas y carreras que no puedo correr. Cuando me despiertan a los gritos.
No me gusta cuando mi intento de vestirme queda en eso (un intento) porque mi ropa se esfumó durante la noche.
No me gusta desayunar lo que no me place y menos darme cuenta de que mi pelo se halla atravesando una crisis revolucionaria casi socialista, podría decir.
No me gusta ser atacada por mis muebles en un descuido, apurada por llegar a horario. Ni cargar como consecuencia con una extremidad imposibilitada y dolorida durante todo el día.
No me gusta llegar a destino (usando lo que no me quería poner) y hacer un alto para auxiliar mi mano injuriada. Y luego tener que esperar parada e incómoda solo porque así me exigieron que hiciera para poder entregar un puto papel, que dicho sea de paso, debía recibirlo quien me ordenó que aguardara.
Muchísimo menos me gusta percatarme: de que mi malla de ballet (preparada anteriormente con esmero) descansa plácidamente sobre mi cama y no en mi bolso como debería ser; de que hoy voy a tener que usar las zapatillitas rosas que detesto porque las negras terminaron por destruirse en la última clase; de que he de caminar ocho cuadras para volver a casa, buscar la malla y salir a caminar otras ocho para llegar a la academia (ya que mi viejo perdió las llaves del candado de mi bici) para después retornar a casa, caminando nuevamente, agotada por la danza; Y de que jamás me va a salir un déboulé como dios manda antes de esta tarde.

Pero por sobre todas las cosas que no me gustan y que tuvieron la decencia de sucederme en las 3 horas que llevo despierta, me molesta soberanamente saber que hoy (gracia de mi dios si encuentro un minuto para respirar) no voy a recibir un abrazo tuyo.

Aún así, tengo 13 horas más que enfrentar y una elección que hacer. Y una vez exorcizados los demonios que me atormentan esta mañana, yo elijo:
Elijo mi buen humor de cada día.
Elijo reírme de mi torpeza, aceptar que tengo la mano y el pelo a la miseria y asumir que hoy la vida decidió ser una mierda, pero entender que no por eso voy a dejar de pasarla bárbaro.
Elijo cagarme de risa.

Elijo seguir adelante, je.

(: