Y entonces, cuando hablé con ella, supe que jamás habria el perdón completo. Nunca podria abolir todos mis pecados, todas mis crueldades, todas mis mentiras. Porque sus oido ya estaban marcados con mis historias. Y sus ojos con las lagrimas que alguna vez me habian pertenecido.
Mi sonrisa ya no era la que adornaba sus labios, ahora que comprendia (a medias, siempre como una espectadora tras el cristal y sin poder formar parte de mis revuelos) que lo que yo era, no era más que la mera imagen que con amor, parsimonia y cuidado habia tejido especialmente para ella.
Jamás, nunca, nunca habria para mi toda la absolución necesaria. Quizás porque tal proeza no era sino posible en un libro.
Solo encontraria, a lo largo de nuestra vida, esos pequeños actos, mínimas pruebas de redención hacia mi. Muestras de afecto, no muy diarias, pero significativas. Apenas una caricia, una palabra. El último chocolate de la caja.
Su sonrisa.
Y nada más.
Cuándo te perdí si no te tenia?
Ay, ay. Sosega mis actos!
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