23.2.09

El plan infinito

Parecía en verdad un milagro que pudiera devorar tales cantidades de comida y mantener su silueta. También bebía como un marinero. A la segunda copa los ojos le brillaban afiebrados y esa niña angélica se transformaba en una arrabalera.
En esa etapa no sabía aún cuál de las dos personalidades le resultaba más atrayente: la candorosa recepcionista que aparecía los lunes de blusa almidonada tras el mesón de mármol, o la bacante desnuda y turbulenta del domingo. Era una mujer fascinante y él no se cansaba de explorarla como un geógrafo ni de conocerla en el sentido bíblico.

Era una muchacha moderna. Escapando de un padre violento y de una madre que se tapaba con maquillaje los machucones causados por las palizas de su marido; partió a pie del pueblo perdido en Georgia, donde nació. Al par de millas la recogió el primer camionero que la divisó como una aparición fantástica en la cinta interminable del camino, y después de múltiples aventuras llegó a San Francisco. Su mezcla de ingenuidad y desenfado hechizaba a la gente y le permitía flotar por encima de las sórdidas realidades del mundo; ante ella las puertas se abrían solas y los obstáculos se esfumaban, la invitación de sus ojos vegetales desarmaba a las mujeres y seducía a los hombres.
Daba la impresión de no tener conciencia alguna de su poder; iba por la vida con la levedad de un espíritu celeste, eternamente sorprendida de que todo le saliera bien. Su naturaleza inconsecuente la impulsaba a ir de una cosa a otra con jovial disposición, sin pensar para nada en las faenas y dolores del resto de los mortales, no se inquietaba por el presente y mucho menos lo hacía por el futuro.
Mediante un permanente ejercicio del olvido superó las sórdidas escenas de la infancia, las penurias y pobrezas de la adolescencia, las traiciones de los amantes que se saciaron y luego la dejaron, y el hecho incontestable de que no poseía nada. Incapaz de guardar algo de un día para otro, sobrevivía con breves empleos apenas suficientes para la subsistencia, pero no se consideraba pobre porque cuando deseaba algo no tenía más que pedirlo; siempre había varios pretendientes embelesados dispuestos a satisfacer sus caprichos.
No utilizaba a los hombres por malicia o por perversión, sino porque simplemente no se le había ocurrido que sirvieran para algo más. Desconocía la angustia del amor o de cualquier otro sentimiento profundo; se entusiasmaba fugazmente con cada enamorado mientras duraba el ímpetu inicial, pero pronto se cansaba y partía, sin piedad por quien quedaba a su espalda. Condenó a varios amantes al martirio de los celos y del despecho sin darse cuenta porque ella misma era impermeable a ese tipo de sufrimiento; si la abandonaban cambiaba de rumbo sin lamentarse, el mundo contenía una reserva inagotable de hombres disponibles.
Disculpa, ya sabes que soy como una alcachofa, una hojita para éste, otra para aquél, pero el corazón es..

Frances.

3 comentarios:

M I C A dijo...

Isabel Allende ♥

joaquín c. dijo...

en serio?

M I C A dijo...

Sep

ese libro habla sobre la familia de si esposo, willie.